Época: II Guerra Mundial
Inicio: Año 1939
Fin: Año 1945

Antecedente:
La victoria aliada: 1944-45



Comentario

Con la capitulación japonesa, el mundo inició una nueva etapa a la que llegaba con un espectacular cambio de panorama respecto a la situación de 1939. En 1945, el mundo tenía abiertas graves heridas, la posición de cada uno de los principales componentes de la comunidad internacional era distinta y ésta pretendía organizarse de acuerdo con reglas nuevas.
La cifra de muertos como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial no puede determinarse de forma absolutamente precisa pero es muy posible que llegase a alcanzar los sesenta millones de personas, al menos cuatro veces más que el número de muertos producidos durante el conflicto de 1914-1918. Como es lógico, este balance debe ponerse en relación con la potencia destructiva de las armas y el carácter de guerra total que tuvo desde el mismo momento de su iniciación o en un momento inmediatamente posterior.

Si se examinan esas cifras contabilizándolas por naciones, el resultado puede parecer algo sorprendente porque alguno de los vencedores cuenta entre quienes más padecieron en el conflicto. La cifra de ciudadanos de la URSS muertos como consecuencia de la guerra se eleva a veinte millones de personas (y quizá incluso un 25% más) de los que tan sólo un tercio serían militares. Porcentualmente, esa cifra supondría al menos el 10% del total de los habitantes de la URSS, pero en el caso de Polonia los seis millones de muertos representan todavía una cifra muy superior, el 15%. En esos porcentajes se incluye la población judía de ambos países. El tercer lugar en el grado de sufrimiento producido por la guerra corresponde a Yugoslavia, cuyo número de muertos (de un millón y medio a dos) derivó de la existencia de una guerra civil en la que el componente étnico jugó un papel primordial.

Estos tres países pueden ser considerados entre aquellos que resultaron vencedores en la guerra. Los demás que se alinearon en ese mismo bando tuvieron un número mucho más reducido de muertos. Francia, ocupada en su totalidad por los alemanes, experimentó 600.000 muertos, mientras que Gran Bretaña sufrió 500.000 pérdidas. La gran diferencia respecto a los padecimientos de la Primera Guerra Mundial de estos dos países radica en el número de muertos civiles. Gran Bretaña, que no los tuvo en 1914-1918, ahora, en cambio, padeció unos 60.000 como consecuencia de los bombardeos. Del conjunto de los aliados, los Estados Unidos resultaron ser los mejores parados, con 300.000 muertos, todos ellos militares.

De los países vencidos en la contienda, el mayor número de muertos le correspondió a Alemania, con algo menos de cinco millones. El peso del Ejército en este número de bajas se aprecia en el hecho de que existió durante mucho tiempo un mayor número de mujeres que hombres en Alemania (todavía en 1960 existían 126 mujeres por cada 100 hombres). Dos millones de japoneses murieron como consecuencia de la guerra, una cifra inferior también en términos porcentuales. La población civil japonesa tan sólo padeció la guerra en los meses finales de la misma.

Las muertes producidas por la guerra constituyen tan sólo una parte de sus consecuencias. Como resultado de la misma hubo, principalmente en Europa, treinta millones de desplazados, un tercio de los cuales fueron alemanes que sufrieron de forma directa las consecuencias de la doctrina que les había llevado a lanzarse a una nueva expansión hacia el Este. Quienes habían expulsado a la población autóctona -por ejemplo, en los Sudetes checos- se vieron, a su vez, obligados a emigrar ahora. También una cifra elevada de japoneses pasó por idéntica experiencia. Ambos países descubrieron en la posguerra que podían lograr un lugar mucho más confortable en el mundo de la posguerra renunciando a la expansión territorial e intentando un desarrollo económico que resultaría espectacular en ambos casos.

Sin embargo, por el momento la situación en que se encontraron esos dos países no tenía nada de reconfortante porque la destrucción padecida fue muy superior a la que sufrieron los beligerantes durante la Primera Guerra Mundial. En Alemania, el nivel de producción industrial se retrotrajo a las cifras de 1860, mientras que en el Ruhr, la zona más castigada, quedó limitada al 12% de las cifras de la etapa prebélica. Japón sólo se vio afectado de manera decisiva por la guerra en su fase final pero la producción se redujo en un tercio. La Flota mercante quedó reducida a una dieciseisava parte del tonelaje de 1941. Un cuarenta por ciento de la superficie urbana quedó destruido, como consecuencia de los bombardeos norteamericanos, especialmente destructivos cuando las bombas se empleaban ante una frágil arquitectura como la existente en el archipiélago.

Pero las consecuencias de la guerra no fueron crueles solamente para los vencidos, sino también para los vencedores y ello en los más diversos terrenos. Francia, primero derrotada y luego vencedora, pudo considerar arruinadas aquellas instituciones que durante muchos años no sólo ella sino la totalidad del mundo había podido considerar como la ejemplificación señera de la libertad política. Al concluir la guerra, había muerto la Tercera República, cuyas instituciones necesitaban transfigurarse por completo para adaptarse a la realidad de un mundo nuevo. Gran Bretaña había sido quien, con su decisión durante el verano de 1940, consiguió detener el avance nazi en el momento mismo en que todo el mundo la consideraba derrotada. Nunca, sin embargo, recuperaría ni tan siquiera la sombra de su poder de otros tiempos. En los instantes finales de la guerra estaba en la ruina: su deuda equivalía al triple de la renta nacional anual y por vez primera en mucho tiempo carecía de partidas invisibles con las que compensar una balanza comercial deficitaria porque las había liquidado en los años precedentes. Poco tiempo pasaría hasta que se hiciera patente de forma abrumadora la necesidad de considerar inevitable la liquidación del Imperio.

Frente a la decadencia de estas dos potencias europeas, dos gigantes estaban destinados a dominar el mundo de la posguerra. Los Estados Unidos no representaban más que un 7% de la superficie del globo, pero producían tanto como el resto en conjunto. Incluso en aquellos sectores en los que con el paso del tiempo se demostraría su debilidad relativa -como el petrolífero- el porcentaje de su producción se acercaba a un tercio de la mundial. De este modo, el mundo posterior a 1945 tenía que ser el de la hegemonía norteamericana. También fue el mundo de la hegemonía soviética, aunque ésta en realidad fue mucho más aparente que real. En efecto, por grandes que fueran los temores a su expansión, lo cierto es que la URSS había padecido mucho más que el resto de los vencedores. Por otro lado, en esta guerra, la Unión Soviética perdió el monopolio de su condición de única potencia revolucionaria del mundo: aunque eso de momento pudo parecer no tan grave. Con el transcurso del tiempo, China -y, en menor grado, Yugoslavia- se convertirían en rivales, más que en colaboradores. La URSS, cuyo protagonismo en la guerra fue decisivo, salió de ella con una convicción en su capacidad de liderazgo e incluso con el convencimiento de que podría llegar a superar a su adversario capitalista. Sólo con el transcurso del tiempo acabaría descubriendo que podía competir en el terreno militar, pero que era incapaz de hacerlo en otros campos a la larga mucho más decisivos, como el económico y el tecnológico.

Por último, hay que tratar de los cambios territoriales que tuvieron lugar en el mundo como resultado de la guerra. Este conflicto, en efecto, supuso escasas modificaciones de las fronteras, en comparación con los de otros tiempos, aunque tuviera una repercusión mucho más duradera en la configuración global del mundo.

La última de las reuniones de los grandes líderes mundiales aliados tuvo lugar en Potsdam, durante la segunda quincena de julio de 1945, cuando estaba reciente la derrota de Alemania pero todavía se pensaba que la japonesa podía resultar remota. Estuvo presente Truman, sustituyendo a su predecesor Roosevelt, y, a la mitad de la conferencia, debió retirarse Churchill a quien, por decisión del elector británico, le era negado el poder de moldear el futuro, después de haber tenido tan decisivo protagonismo durante toda la contienda. Ya se ha mencionado la relevancia de esta reunión en lo que respecta a la intervención soviética contra Japón y al descubrimiento de la bomba atómica por los norteamericanos, que Stalin conocía ya. Pero Potsdam supuso también una solución a la cuestión decisiva para la posguerra, la de Alemania, que, sujeta a un tratado de paz posterior, quedó contenida en una fórmula definitiva. En efecto, se acordó hacer retroceder su frontera oriental hasta la línea marcada por los ríos Oder y Neisse y se toleró en la práctica que los soviéticos empezaran a aplicar, por su cuenta y riesgo, un plan de reparaciones sobre la parte que le había correspondido.

Lo primero supuso una emigración masiva hacia Occidente de millones de alemanes y ello, a su vez, trajo como consecuencia que se abandonara cualquier veleidad de convertir a Alemania en un país exclusivamente rural. El mantenimiento de la industria resultaba imprescindible para la subsistencia de la población, por mucho que la solución citada pudiese resultar tentadora. Por otro lado, los soviéticos se apoderaron de las fábricas de su zona de ocupación en el Este de Alemania y, en muchos casos, las trasladaron a su propio país. La ausencia de sintonía entre las potencias democráticas y los soviéticos hizo imposible un acuerdo definitivo en éste y otros muchos puntos, por lo que los acuerdos sólo pudieron ser parciales, provisionales o incompletos. Se previó la existencia de una conferencia de ministros de Asuntos Exteriores, que se reunió en Moscú en 1945 y en Nueva York en 1946. En la capital francesa se suscribieron los tratados de paz relativos al Este de Europa e Italia, mientras que hubo que esperar hasta 1951 para que en San Francisco se firmaran los relativos al Japón, momento en que ya no estuvieron presentes los nuevos países comunistas.

Los cambios territoriales en la Europa Oriental resultaron relativamente modestos, aunque ratificaron e incrementaron las ventajas que la Unión Soviética había logrado por los acuerdos con Hitler de 1939. Baste decir que la URSS obtuvo el Norte de la Prusia Oriental -que le proporcionaba una salida al Báltico-, la Carelia finlandesa, la zona de Petsamo -que le aportaba una frontera con Noruega- y una base temporal (Porkkala) en territorio finés. Además, los soviéticos se anexionaron Rutenia, el extremo oriental de Checoslovaquia. En cuanto a Italia, perdió sus colonias, que se independizaron -Libia, Somalia- o fueron incorporadas a otros países: Eritrea, a Abisinia; las islas del Dodecaneso, a Grecia.

En el resto del mundo, los cambios fueron también, en apariencia, pequeños. En el Medio Oriente, por ejemplo, Líbano y Siria lograron su independencia, mientras que la llegada de oleadas de inmigrantes judíos askenazis, procedentes de Europa del Este, tuvo como consecuencia que el Estado de Israel tuviera una condición mucho más beligerante que antes respecto a la población palestina. Lo decisivo, de todos los modos, fue el impulso inicial dado a la descolonización, movimiento un tanto contradictorio por el momento, pues a las promesas de japoneses y norteamericanos de independencia para las colonias se sumó, en esta circunstancia, la victoria de las potencias colonizadoras. De ahí que, por ejemplo, Filipinas consiguiera la independencia y que, por el contrario, los norteamericanos, después de haber apoyado la de Indochina, acabaran por apoyar el mantenimiento de la presencia francesa en aquellas tierras. Japón volvió a sus fronteras de mediados del siglo XIX, cediendo Formosa, Corea, Manchuria y las islas del Pacífico. Pero, mucho más importantes que estas nuevas fronteras territoriales, fueron las consecuencias de la división ideológica del mundo en dos partes enfrentadas.